miércoles, 19 de marzo de 2014

El helado



      Algunas tardes de verano, en Alicante, mi padre anunciaba que íbamos a hacer leche granizada. ¡Eso era una fiesta! Sacaban la garrapiñera, que era un cubo de corcho de forma cilíndrica, en cuyo interior se colocaba otro metálico. Entre los dos se ponía hielo, y dentro del metálico el líquido a granizar: leche, o cebada, o limón, u horchata. Las mujeres preparaban el líquido azucarado que tocase esa tarde, a mí me mandaban a comprar hielo. Había una fábrica cerca, en frente del colegio de Carolinas, y allí compraba lo de siempre: un cuarto de barra, que venía a ser un trozo cúbico de unos 20 cm de arista. Al llegar a casa mi padre tenía preparado el martillo para trocearlo e introducirlo dentro de la garrapiñera, entre los dos recipientes, y le dábamos vueltas al recipiente interior para agitar su contenido dulce.


      Un día mi padre vino con una garrapiñera moderna; tenía una manivela para darle vueltas al recipiente interior, y eso sí que era divertido.

      Pero lo más misterioso era que para que se formase el granizado había que echar sal al hielo, mucha sal; si no le echabas bastante, no se granizaba el helado; y mi pregunta siempre era la misma: ¿por qué había que echarle sal a un helado que iba a ser dulce? La respuesta la tuve ya de mayor cuando estudié mi carrera de Químico. Claro que la sal no se echaba al helado, se le echaba al hielo que enfriaba el helado.

      Y al final venía lo mejor, beberse el granizado dulce y fresquito.

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