miércoles, 30 de abril de 2014

Los herreros

Un oficio que era muy común era el de herrero. Trabajaban en la forja que era un patio con una especie de barbacoa llamada fragua, donde quemaba carbón con ayuda de unos fuelles, para avivar el fuego, y donde ponían el hierro que iban a trabajar, que se calentaba hasta emitir luz, y luego a base de martillazos en el yunque le iban dando forma. El trabajo del herrero era muy ruidoso, pues el golpear del martillo sobre el yunque emitía un repiqueteo que se oía desde lejos. Y con el hierro hacían toda clase de objetos como lámparas, rejas para puertas y ventanas., que todavía hoy siguen fabricando los herreros. Pero también eran los encargados de fabricar las herraduras para proteger las pezuñas de los caballos, mulos y burros, y los aros de hierro con que cubrían las ruedas de madera de los carros, para que no se desgastaran. Y no solo los fabricaban, sino que también eran los encargados de clavar las herraduras a las pezuñas de los animales, que sorprendentemente se dejaban y no se quejaban, "como tú cuando te cortan los papás las uñas", me decían mis padres. Hoy ese oficio los han heredado los talleres de neumáticos para coches, que no son herreros.

domingo, 13 de abril de 2014

El colilla




      El colilla era el nombre del autobús que hacía el servicio de transporte de viajeros entre Monóvar y Elda. Era propiedad de la familia Torregrosa, "los colillas". Tenía tres o cuatro servicios al día, y lo usaban muchas personas, pues en Elda había médicos especialistas, abogados y, sobre todo, fábricas de zapatos que daban trabajo a muchas mujeres, que iban a recoger pieles para aparar o para hacer pasaet, y a devolver el trabajo ya hecho y cobrar. Y también íbamos los estudiantes a estudiar a las academias, que a falta de Institutos, nos preparaban para examinarnos de Bachiller en el Instituto de Alcoy. 

      Cuando me tocó ir a mí, colilla ya era un "autobús moderno"; en realidad era un viejo camión carrozado como los autocares que ya se iban viendo circular por la capital. De vez en cuando se rompía y lo sustituía un viejo cacharro, parecido al del dibujo, que a duras penas llegaba puntual a su destino. Todos los días el tío Colilla nos cobraba arriba en el autobús 2,50 pesetas, pero no daba billete ni ticket ni recibo, se acordaba siempre de quién había pagado y quién no, y nunca falló, por mucho que le enredábamos para confundirlo y viajar gratis. Cuando por las tardes volvía de Elda a Monóvar salía una mujer con una olla llena a vender habas hervidas calentitas; las vendía en un cucurucho de papel de estraza. ¡qué merienda más rica en invierno, para comerla dentro del autobús, durante la media hora que duraba el viaje! Media hora para recorrer los 8 kilómetros que separan Monóvar de Elda.

domingo, 6 de abril de 2014

El botitos

      


El autobús que nos llevaba a la estación del tren desde Monóvar se apodaba "El Botitos". Era un autobús amarillo, que venía desde Pinoso, y llevaba y recogía los viajeros que viajaban en tren. Se entraba por detrás, por un portón que había encima de la matrícula, y los asientos eran dos bancos corridos a cada lado del autobús, debajo de las ventanillas; en medio quedaba espacio para las maletas, cestas y capazos que como equipaje llevaban los viajeros. Si los equipajes no cabían los subían a la baca, donde también subían viajeros si abajo no cabían. A la baca se subía por una escalera de travesaños que había al lado del portón; yo nunca subí a la baca, pero bien que me hubiera gustado: ¡Bien fresquito que se iría!

      Y se sabía cuando llegaba al pueblo porque se oía su bocina, que era una trompeta con una pera de goma al lado de la ventanilla del conductor que cuando la accionaba sonaba: "Mac Cú, Mac Cú", y la gente corría y decía: "Que ja aplega el Botitos, que ja està ahí".
      Y el botitos fué la primera etapa de mis viajes a casa de mis abuelitos, a Alicante y a Denia, y la última en mis viajes de regreso.

miércoles, 2 de abril de 2014

Los "mistos" de trueno



      En el carrito de la calle Sevilla de Alicante vendían "mistos" de trueno. Sobre una tira de cartón de una pulgada de ancho y un palmo de largo había depositados diez pegotes de un material pirotécnico marrón rojizo. Costaba diez céntimos. Rasgabas uno de los pegotes y lo rascabas contra la pared o suelo, y se encendía chisporroteando; para nosotros era una traca, barata e inofensiva. Si lo hacías en la oscuridad quedaba un rastro luminiscente donde habías rascado, que luego de día era una raya roja en la pared. Si los ponías en la vía del tranvía, cuando éste pasaba por encima y su rueda lo chafaba, sonaba como un petardo. Si los envolvías en un papel y le prendías fuego, salían chisporroteando y saltando todos a la vez por la calle, y eso era un castillo de fuegos artificiales. También vendían piedras de fuego, que eran cantos rodados impregnados de ese fósforo rojo, y cuando los dejabas correr dejaban un rastro de fuego y chispas que era uno de nuestros mayores regocijos.

      Mi padre y mi madre insistían en que ese producto era venenoso, y me hacían lavarme las manos cada vez que lo tocaba. Y yo me imaginaba un matarratas hecho de un amasijo de queso y "mistos" de trueno, ¿cómo actuaría cuando la rata se decidiese a comérselo? ¿Solo la mataría, o iría acompañada su muerte de un castillo de fuegos artificiales?

Los hornillos de petróleo

      

Poco a poco España iba progresando. Los fogones de carbón se sustituyeron en la mayoría de casas por hornillos de petróleo; ya era un adelanto, pues el encendido era instantáneo, y no tiznaban demasiado las ollas. En las carbonerías ahora también vendían petróleo. Tenías que ir con una botella que te llenaban con ese líquido de olor fuerte, que al principio, parecía agradable, pero poco a poco se hacía desagradable y odioso.

      Los hornillos de petróleo tenían un depósito abajo donde se ponía el combustible, una mecha que era como un calcetín, una rueda que servía para aumentar o disminuir la potencia del fuego, y una pieza cilíndrica, que en mi casa llamaban alcachofa, por donde se encauzaba la llama hacia arriba donde estaba la olla. La llama que producía casi siempre era azul, pero la leche calentada en esos hornillos para el desayuno a mí me sabía a petróleo.

      El verdadero adelanto tuvo lugar a principio de los años sesenta, cuando se introdujeron los hornillos de gas butano, lo que supuso una gran comodidad en las cocinas. Al principio todos teníamos miedo a una posible explosión, y quien podía ponía la botella color naranja de butano en el balcón, por si acaso. Pero hoy, más de cincuenta años después yo sigo cocinando con gas butano.

martes, 1 de abril de 2014

Los oficios callejeros

        Era normal que por las calles pasaran toda clase de oficios, que a voz en grito, y cada cual con su cantinela particular, anunciaba sus servicios:

* El aguador, que en Monóvar se llamaba Silvestre, repartía cántaros de agua potable.

* El paragüero, que arreglaba paraguas.

* El estañador, que arreglaba cubos metálicos con estaño, y a los lebrillos de barro cocido que se habían agrietado les ponía grapas.

* El colchonero, que reparaba y regeneraba los colchones.

* El afilador, que tocaba una flauta y con su bicicleta ponía en marcha la rueda de afilar cuchillos y tijeras.

* La panadera que, con unas cestas de mimbre enormes, repartían pan por las casas, y ensaimadas, madalenas, rollos. ...

 * El arropero, que vendía arrope y calabaza dulces.

      En Alicante, por las mañanas en verano me despertaba el horchatero, que gritaba: "Ye sivà, Ye sivà" ; iba con una carretilla y llevaba horchata y agua cebada (aigua sivà). Y también llevaba ensaimadas, rollitos morenitos y otros dulces para el desayuno. Por la tarde pasaba otra vez, pero como yo no dormía la siesta... no me despertaba.
      Pero a mí el que más me gustaba era el chambitero, que iba con su carrito de helados y vendía cortes, polos y chambis. Aunque pocas veces me compraban un helado, traía la esperanza de que alguna vez sucediera.