lunes, 31 de marzo de 2014

El cèrcol

     

      Los niños en Monóvar iban por la calle corriendo con el cèrcol. O bien iban de un lado para otro, o bien hacían carreras con él. El cèrcol era un  aro metálico de unos 25 centímetros de diámetro, más o menos, que a modo de rueda iba corriendo delante del niño, quien lo guiaba con una vara, también metálica, de unos 60 centímetros de larga, terminada en forma de horquilla. Tanto la vara como el aro solían estar hechos con una varilla de hierro de un centímetro de grosor. Con la vara podías coger el aro y lo levantabas del suelo, o apoyándolo en el suelo iniciabas su movimiento con la ayuda de la vara, guiándolo. El aro si se paraba se caía al suelo, como una bicicleta, que en realidad son dos aros. Y cuanto más deprisa corría, más estable era su movimiento. Y al correrlo, hacía un ruido característico que delataba la presencia de un niño corriendo. Los niños se desplazaban de un lugar a otro corriendo con su aro, como si fuesen subidos en un lujoso medio de transporte individual; y el que tenía un aro de aquéllos era importante y respetado. 

      Las niñas no lo corrían, y yo nunca tuve ninguno, así es que me limitaba a mirar. Pero cuando algún amigo me dejaba correr el suyo, disfrutaba muchísimo y comprobaba lo difícil que era hacer rodar aquel artilugio de la forma correcta y por el sitio adecuado.

El colchonero

      El de colchonero, como muchos otros oficios, era callejero. Iba por las calles pregonando sus destrezas, y alguna casa lo llamaba para limpiar sus colchones. Y su trabajo lo hacía en la calle, o en la casa, o cargaba los colchones en su carro y se los llevaba a su taller, que solía ser un solar con un cobertizo. Su trabajo consistía en abrir el colchón, sacar la lana, amontonarla y varearla. Para varear la lana lo hacía con varas de un metro de largo, más o menos, y con ellas lanzaba los copos de lana al aire. Cuando creía que ya estaba terminada su tarea, volvía a llenar el colchón y listos. Los niños lo mirábamos todo con mucha curiosidad, y nunca olvidaré este oficio, a causa del refrán, en valenciano:

      "Esta és la faena del matalafer, fer i desfer", que por su significado se usa cuando haces algo de poco provecho, que luego tienes que deshacerlo. 

Traducido:
"Este es el trabajo del colchonero, hacer y deshacer".

domingo, 30 de marzo de 2014

Los colchones

      Los colchones no eran ni de gomaespuma, ni de muelles; eran de lana o de borra. Los de lana estaban hechos de copos de lana tal como la cortan a las ovejas, lavada, y con ella se llenaba una gran bolsa de tela a rayas rojas sobre fondo amarillo. Todas las mañanas se tenían que airear para que secase la humedad de la noche, y se fuesen los olores; después había que remover la lana para esponjarla, y por último había que igualarla para que la cama se quedase lisita y bonita. Una vez hecho esto se ponían las sábanas, las mantas y la cubierta. Y eso todos los días, todas las camas. Si dormías la siesta, repetirías todas las operaciones. ¡Una pesadez!

      Los de borra eran igual, pero en lugar de rellenar con lana los colchones lo hacían con la borra del reciclado de telas. Eran más duros que los de lana.

      Cuando te acostabas en un colchón, el peso del cuerpo hundía un hoyo en el que te quedabas atrapado toda la noche. Eso en invierno era muy agradable, pero en verano daba calor. Y si el colchón era de borra el hoyo estaba bien duro.

      Todos dimos la bienvenida a los colchones de muelles y de esponja, pues nos ahorraron mucho trabajo doméstico todos los días.  ¡Ya no había que mullir los colchones todas las mañanas! Y las noches eran muy confortables.

viernes, 28 de marzo de 2014

Radio Monóvar

      En Monóvar había una emisora de radio que la fundó Miguelet, el padre de mi amigo Miguel Ángel; luego se la requisaron y ahora pertenecía a la Red de Emisoras del Movimiento. El Movimiento era el único partido político autorizado por Franco. Radio Monóvar estaba en frente de la Iglesia.

      A radio Monóvar ibas, rellenabas un papelito con el título de una canción y escribías una dedicatoria; te decían a qué hora se iba a emitir tu canción elegida y ¡a escuchar la radio! Le dedicabas canciones a tu amigo por ser su cumpleaños, a tu novia en prueba de tu amor, o lo que quisieras que estuviera bien visto.

      Todas las tardes se rezaba el rosario y se emitía por la radio en directo. Un día nos invitaron a mis amigos y a para acompañar las oraciones del rosario. Era emocionante ver las dobles puertas, la luz roja del estudio que indicaba que se estaba emitiendo, y que lo que se hablase allí se oiría en todo el pueblo. Pero las oraciones del rosario resultaban algo aburridas, así que una tarde, a la mitad del rosario, nos dio la risa y tuvieron que cortar la emisión, nos echaron a la calle y no volvimos a pisar la emisora. Nunca pasé más vergüenza que aquel día.

jueves, 27 de marzo de 2014

Los dineros

      La moneda oficial era la peseta, pero en mi mundo no se contaba en pesetas: os lo cuento en decimal, castellano y valenciano:

5 céntimos..............perra chica...................un gallet
10 céntimos............perra gorda...................un gall
25 céntimos............un real..........................un quinzet
1 peseta..................una peseta (1)..............una pela
5 pesetas.................un duro.........................un duro.

(1) A la moneda de 1 peseta se le llamaba una rubia.

      Y ahora un cuento:

      Cuentan que un hombre se fue de emigrante a Argelia porque aquí no tenía trabajo, y se dejó aquí a su mujer y a su hijo recién nacido. Al poco tiempo el niño enferma y la mujer le manda una carta que dice:
"Chico malo mándame un duro"
       A lo que el marido le responde:
"Ahí tienes un duro menos veinte reales para que comas y bebas y te regales".

Sacad cuentas...

martes, 25 de marzo de 2014

El brasero

      La única calefacción que había en mi casa era el brasero de carbón. El brasero era un recipiente metálico plano con dos asas que se encastraba en los bajos de la mesa camilla. Para encenderlo, primero se limpiaba de ceniza que quedaba del día anterior, después se llenaba con cisco, que era carbonilla, trocitos de carbón del tamaño de la gravilla, y para iniciar el fuego, papeles, maderitas y cortezas secas de naranjas, dale que te das al soplillo, y cuando parecía que el fuego ya estaba prendido, se le colocaba un especie de chimenea metálica. Si se encendía a media mañana, a mediodía ya se podía entrar a la mesa. Había braseros de latón muy lujosos que se ponían en el centro de una estancia grande, pero el de mi casa era muy humilde, como el del dibujo.

      A media tarde el ambiente se iba cargando de gases de la combustión de la carbonilla. Y cuando mi hermana decía:"¡Mamá, el nene se está poniendo verde!", ya era tarde, ya me dolía la cabeza y estaba a punto de vomitar. El nene, que era yo, se había "atufado". Corriendo me sacaban de la habitación, me ventilaban y aquí no ha pasado nada. 

      Mi abuela se despistaba a veces y metía la zapatilla dentro del brasero, y claro, olía a goma quemada: "¡Abuelita, saca el pié del brasero! ¡que te vas a quemar!"

      Más adelante, ya siendo algo mayor, el brasero ha sido testigo de mis más secretos experimentos: cocer pan, quemar pastillas de la tos, quemar incienso de la iglesia,...

Mis viajes a Alcoy

      Ya tenía 15 años cuando estudiaba en Elda mi Bachillerato Superior. Al final del curso, en junio, íbamos a examinarnos al Instituto de Alcoy. Así es que salíamos de Elda muy temprano, a las 5 o las 6 de la mañana, en un autobús que nos llevaba a Alcoy. Primero por la carretera nacional a Sax, y de allí por un camino sin asfaltar, de tierra, a Castalla, donde empezaba una carretera estrecha hasta Ibi, y allí empezaban las curvas del Barranco de la Batalla, donde el hambre, los nervios, el sueño y la proximidad de la capital alcoyana te descomponían el cuerpo y el alma. Y siempre llegábamos justo a tiempo de empezar los exámenes a las 9 en punto de la mañana. Y digo capital alcoyana porque Alcoy tenía pinta de capital, con el Banco de España, los cuarteles de soldados, la escuela de ingeniería, que era donde nos examinábamos, los puentes, las plazas, la torre de la iglesia que parecía una catedral. La vuelta era más llevadera, pues ya estábamos cansados de todo el día de exámenes y bocadillos.

      Hoy ese camino es una autopista y en media hora se hace el viaje que entonces duraba tres horas.

lunes, 24 de marzo de 2014

Más que un tesoro

      Al cumplir los 10 años tenías que decidir qué ibas a ser de mayor. Si te ponías a trabajar te sacaban de la escuela, y te llevaban a una fábrica o a una obra para hacer recados y llevar carretillas de un lado a otro del pueblo, y así poco a poco ibas conociendo un oficio. Si tus padres querían un trabajo más cómodo para tí, seguías en la escuela hasta los doce años, y ya en sexto te enseñaban contabilidad y redacción comercial: tu destino estaba en una oficina. Si decidían que tenías que estudiar una carrera, a los 10 años, en quinto curso de primaria, te preparaban para hacer el ingreso en el Instituto, y si aprobabas ibas por las tardes a una academia, como la de don Salvador Jover o la de don Enrique. Claro que a otros los mandaba al Seminario, a estudiar para cura, que por lo visto era más barato.

      A mí me pusieron mis padres a estudiar para el Instituto, a pesar de que los curas querían que me fuese al Seminario; pero a mí me gustaba algo de las chicas, no sabía bien qué, pero yo tuve desde muy pequeño muy claro lo que sería y lo que no sería de mayor. Lo que no veía muy claro era cómo conseguirlo, pero tuve unos padres que me ayudaron a seguir el camino que yo me había trazado; y eso es más que un tesoro.

Mi pelo

      De pequeño tuve el pelo tieso. Peinarme por las mañanas era un martirio. Recuerdo el peinador sobre mis hombros, los tirones que me daban, la exigencia de estarse quieto para que la raya saliera recta. El remate era el chorro de limón que añadía Pepita a mi peinado para domar la rebeldía de mis cabellos.

      ¿Qué es el peinador? Una prenda ligera que, como una capita, se ponía sobre los hombros para evitar mancharte la ropa con las salpicaduras del peine, cabellos y caspas. Cuando te retiraban el peinador sentías una liberación, pues significaba que ya estaba permitido moverse y correr.

      Cuando tenía 14 años ya no me peinaba Pepita, lo hacía yo, y decidí peinarme sin raya, todo el pelo para atrás y sin limón. Parecía haber visto al lobo, todos los pelos de punta, hasta que un buen día, por fin los cabellos se domesticaron, y se ondularon, y he tenido un pelo precioso, digno de un modelo de peluquería. No lo digo yo, me lo ha dicho mi peluquero, ahora que peino canas, y pocas.

miércoles, 19 de marzo de 2014

El helado



      Algunas tardes de verano, en Alicante, mi padre anunciaba que íbamos a hacer leche granizada. ¡Eso era una fiesta! Sacaban la garrapiñera, que era un cubo de corcho de forma cilíndrica, en cuyo interior se colocaba otro metálico. Entre los dos se ponía hielo, y dentro del metálico el líquido a granizar: leche, o cebada, o limón, u horchata. Las mujeres preparaban el líquido azucarado que tocase esa tarde, a mí me mandaban a comprar hielo. Había una fábrica cerca, en frente del colegio de Carolinas, y allí compraba lo de siempre: un cuarto de barra, que venía a ser un trozo cúbico de unos 20 cm de arista. Al llegar a casa mi padre tenía preparado el martillo para trocearlo e introducirlo dentro de la garrapiñera, entre los dos recipientes, y le dábamos vueltas al recipiente interior para agitar su contenido dulce.


      Un día mi padre vino con una garrapiñera moderna; tenía una manivela para darle vueltas al recipiente interior, y eso sí que era divertido.

      Pero lo más misterioso era que para que se formase el granizado había que echar sal al hielo, mucha sal; si no le echabas bastante, no se granizaba el helado; y mi pregunta siempre era la misma: ¿por qué había que echarle sal a un helado que iba a ser dulce? La respuesta la tuve ya de mayor cuando estudié mi carrera de Químico. Claro que la sal no se echaba al helado, se le echaba al hielo que enfriaba el helado.

      Y al final venía lo mejor, beberse el granizado dulce y fresquito.

Los fogones de carbón

      Por la mañana, muy temprano, en Alicante, me despertaba el chasquido del carbón al encenderse, y el sonido rítmico del soplillo al moverlo mi abuela para aportar aire al fuego y así que se encendiera antes. Era el fogón de carbón, única fuente de energía para cocinar y calentar agua. Y había que encenderlo con tiempo, pues muy a menudo el carbón estaba húmedo y costaba encenderlo. Para iniciar la combustión se usaban teas, o bien hojitas secas de pino que iba a recoger del suelo al monte Benacantil. El carbón también iba a comprarlo a la carbonería, que era un local negro por los cuatro costados, que estaba en la calle Sevilla. "Lleva cuidado con el tranvía", me decían siempre cuando me mandaban comprar carbón, porque por la calle Sevilla bajaba el tranvía de Carolinas, que era el 2. A continuación, mi abuela ponía la olla de hierro negro con agua, para que se fuese calentando. El agua caliente siempre viene bien, para lavarse las manos y la cara en invierno, o para poner garbanzos o habichuelas para la comida del mediodía. Ella se dejaba la olla al fuego y se iba a hacer sus cosas.
      Y así cociendo toda la mañana llegaban las legumbre al plato mantecosas y ricas.

      Pero a mí lo que más me gustaba era la traca del chisporroteo que se producía cuando añadían más carbón al "fogaril"

martes, 18 de marzo de 2014

Barrer y fregar el suelo

       Para barrer se usaban las escobas de palma con mango de caña. Y para fregar el suelo, un trapo y un cubo con agua, de rodillas y a fregar: primero mojar y después enjugar. Las mujeres eran las que hacían estas labores, y no tenían ayuda de los cubos fregona, que no se habían inventado, ni de las escobas cepillo, tan suaves que usamos ahora. Recuerdo que en la escuela, para limpiar los suelos esparcían primero serrín húmedo, que absorbía todo el polvo y la suciedad, y luego barrían el serrín. El serrín luego iba a parar a las estufas que había en algunas aulas, las más frías, donde se quemaba para la calefacción.

      Mi abuela Dionisia, después de barrer no fregaba con agua el suelo, sino que pasaba "el mocho": consistía en envolver la escoba con trapos, un poco húmedos, y pasarlos por el suelo, así iba recogiendo las pelusas que se acumulan en él y dejaba el suelo reluciente. Y de aspiradoras, nada de nada, y menos todavía de los robots programados de hoy en día, "la rumba". De haberlo sabido las hubiera inventado yo, pero no me dio por ahí.

domingo, 16 de marzo de 2014

Los pantalones cortos

      Todos los niños llevábamos pantalones cortos en invierno y en verano, hiciese frío o calor. Si era por moda, o por razones de salud, o por escasez de tejidos, no lo sé. Pero lo cierto es que en invierno se nos ponían las piernas rojitas de frío. Las rodillas siempre iban ensangrentadas de los porrazos y golpes que nos dábamos. Es verdad que exponíamos más piel al sol y así obtendríamos más vitamina D para crecer y ser más altos. Pero mi generación no ha sido mucho más alta que la de mis padres y abuelos, y somos todos más bajitos que nuestros hijos. Así pues, el secreto del crecimiento no debía tener relación con los pantalones cortos.

      Al cumplir los 13 años empezaba el drama de los pantalones largos, porque unos se los ponían antes que otros y el llevar pantalones largos era símbolo de hombría. Yo recuerdo haberme puesto pantalón largo a los 14 años. Empecé mis estudios de Bachillerato Superior en Elda con pantalones cortos, ya empezaban a verse los pelos de las piernas, y al llegar el invierno me compraron pantalones largos. Qué sensación tuve de haber quemado una etapa de mi vida para siempre, ¡adiós a la niñez!

      Mi vida se convertía en una gran aventura. 

sábado, 15 de marzo de 2014

El coco del jabón

Al lado del Grupo Escolar, de les Escoles, estaba la fábrica de jabón "EL SOL". Ocupaba toda una manzana, al oeste de la escuela, tenía una chimenea muy alta y un letrero que ocupaba toda la fachada, que decía, más o menos, FÁBRICA DE JABONES Y TURTÓS. Eso del turtós yo nunca supe qué era, pero los alrededores de la fábrica olían bien. Era de la familia de los Navarro, ricos del pueblo y benefactores, pues aquella fábrica daba mucho trabajo a la gente. El jabón que fabricaban era tipo "lagarto", marrón clarito, para lavar la ropa, y también envasaban jabón en escamas, que vendían en una cajita de cartón con un dibujo de una mamá lavando el culo a un niño de raza negra, y por donde había pasado la esponja enjabonada ya había saltado el color negro de su piel, y aparecía blanca. Alrededor de la fábrica siempre había algún camión que iría a llevarse mercancías o a traer suministros. Y el camión que más alegría nos daba era el que traía cocos, un camión cargado de de trozos de coco. El coco que traían, hoy sé que estaba rancio, sabía a rancio, la carne normalmente blanca era de color marrón, seco de haber estado al sol, o quién sabe dónde ni cuánto tiempo. Lo usarían para extraer de él los aceites con los que fabricar el jabón.
Nosotros, al ver llegar el camión del coco, lo asaltábamos y recogíamos todos los trozos que podíamos, para luego comérnoslos o negociar con ellos el cambio por cromos, o por bolas, o por algún otro tesoro. ¡Qué rico nos parecía aquel rancio bocado!

viernes, 14 de marzo de 2014

Las barberías

Ramón se llamaba el barbero de mi papá, y el mío. A la barbería me gustaba ir, porque el barbero te hacía cosquillitas al cortarte el pelo. Pero los hombres iban a la barbería, sobre todo, a afeitarse. Solían ir dos veces por semana, y los días en que los barberos estaban más ocupados eran los martes y miércoles, y los sábados y domingos. Los lunes cerraban por descanso semanal. También hacían muchos servicios a domicilio. Llevaban una bacina, especie de palanganita donde mojaban la brocha, después la enjabonaban y hacían espuma con la que pintaban la cara del cliente, espuma que luego quitaban con una reluciente navaja de afeitar plegable que afilaban antes de pasarla por la cara. Esta operación la hacían dos veces por cada afeitado. Una vez limpia y afeitada la cara, aplicaban una loción de olor alcanforado fuerte, cobraban, y a otra cosa.
A mi nunca me han afeitado en la barbería. Yo ya llegué a mi pubertad con las primeras maquinillas Philips de dos cabezales, y con las hojitas Filomatic de muchos usos, todo un alarde de modernidad.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Don Diego

El cura de mi pueblo se llamaba don Patrocinio y era el párroco y el arcipreste, que debían ser palabras que representarían alta jerarquía eclesial. Después estaba el vicario, que solía ser una especie de cura ayudante, interino, aprendiz, que solía cambiar con frecuencia, aunque sus poderes sacerdotales eran los mismos que los del párroco: decían misas, oficiaban entierros, celebraban bodas, rezaban novenas, triduos y rosarios, confesaban, asistían a los moribundos, bautizaban y administraban todos los sacramentos, excepto el de la confirmación, que era privilegio exclusivo del señor obispo, casi un papa. Todos iban vestidos permanentemente con sotanas negras.
Uno de los vicarios que llegó a Monóvar se llamaba don Diego. Era un hombre alto y muy grueso, y de mente un poco "aleatoria". Lo mismo adelantaba la hora de la misa cinco minutos sobre la hora prevista que se atrasaba diez minutos, siempre sin avisar. Lo mismo decía la misa en diez minutos que tardaba una hora. Pero lo que no fallaba nunca era que a la salida de la Iglesia convocaba a los niños y lanzaba al aire puñados de caramelos, que todos se afanaban  a recoger apresuradamente. A mí no me han gustado mucho los caramelos, y competir con los demás para coger alguno tampoco. Así es que me quedaba mirando, y cuando ya se habían acabado los caramelos, recibía una suave reprimenda de don Diego que me llenaba los bolsillos de más caramelos que a nadie.

lunes, 10 de marzo de 2014

La nevera

En mi niñez no había frigoríficos en las casas, solo los habría en las carnicerías. En las casas había fresqueras, que eran como jaulas de tela metálicas donde se ponían los alimentos que se iban a consumir en seguida al abrigo de las moscas y avispas. Y en algunas casas había una nevera. Una nevera era como un frigorífico pequeño, que tenía un departamento donde se colocaba un trozo de hielo, en lugar del congelador, y el resto se ocupaba con los alimentos que se guardaban fresquitos. Todos los días había que comprar hielo; en Alicante la fábrica estaba cerca de la calle Aspe, en la calle Montero Ríos, enfrente del colegio Manjón Cervantes, y muchos días me tocaba a mí esa tarea. El hielo se colocaba en su sitio e iba derritiéndose poco a poco; el agua del deshielo se recogía en un cajón que había debajo y que había de ser vaciado también todos los días. Algunas neveras tenían incluso un circuito para enfriar agua potable, con un grifito por donde salía el agua muy fría; eso era ya un lujo.
Pero lo más interesante de todo esto era el misterio que envolvía la fabricación del hielo, en una fábrica grande, con grúas que transportaban las barras de hielo que salían de una balsas, y la guillotina con la que troceaban las barras, todo un montaje de ingeniería.

jueves, 6 de marzo de 2014

La vaca

Las fiestas de Monóvar son, y eran, en septiembre, del 6 al 10, en honor a la Virgen del Remedio. Yo casi nunca estaba durante las fiestas en el pueblo, porque esos días eran todavía de vacaciones de verano y solía estar en Alicante. Pero algún año coincidí con ellas. Uno de los actos que más me impresionaba era el paseo de la vaca por las calles de Monóvar. 
A mí me daba mucho miedo. Sacaban al animal atado por el cuello con una larga maroma para que no echara a correr de forma incontrolada, y los cuernos los llevaba embolados para que si topaba no pinchase, y así recorría las calles, desde la venta de Blai hasta la plaza de toros.. Una gran multitud de hombres se congregaba a su alrededor, gritando "¡La vaca del carrer, que pilla i no fa res!", y otras cosas por el estilo. Y el pobre animal, si movía la cabeza organinaba un gran movimento de gente y un gran estruendo, y si arrancaba a correr, la gente tembién corría, unos siguiéndola, los otros huyendo de ella, gritando y subiéndose a las rejas de las ventanas para evitar sus embestidas. El espectáculo impresionaba. ¡Cuántas pesadillas he sufrido yo soñando con la vaca de mi pueblo!
Y lo más curioso era que estaba prohibida por la autoridad gubernativa; así es que días antes, los ordenanzas del Ayuntamiento salían a vocear el bando del alcalde anunciando que se iban a trasladar reses desde los corrales de la Venta de Blai hasta el matadero...

miércoles, 5 de marzo de 2014

El yogur

En verano padecíamos muchas molestias intestinales, debido seguramente a que no había frigoríficos para conservar los alimentos. Mi padre decía que los franceses que venían de turismo a Alicante no padecían diarreas porque tomaban yogur. ¿Yogur?. Sí, leche agria y cuajada; solo lo vendían en una farmacia de Alicante, en la avenida de Jijona, nº 42. Lo fabricaba el farmacéutico en su rebotica, y lo vendía en tarros de cristal que, como era costumbre, una vez vacíos y limpios se devolvían para su uso posterior.
La primera vez que lo probé me dio asco. Pero, una vez soportada la primera sensación, quedaba en el paladar un regusto no muy desagradable que poco a poco iba convirtiéndose en placentero.
Pero cuando el yogur tomó su alternativa como alimento de primer orden fue cuando en la siguiente diarrea sustituyó los tazones de sustancia de arroz que me tocaba tomar como alimento exclusivo, y que a mí no me gustaban en absoluto.
La sustancia de arroz era un líquido espeso, dulzón que se obtenía cociendo durante largo tiempo arroz con una corteza de limón; ¡si al menos le hubiesen echado algo de sal...!
Y así fue como mi padre introdujo este nuevo alimento en mi casa, años antes de que su distribución fuese general, que fue cuando empezaron a usarse de forma generalizada los frigoríficos en tiendas y hogares, y hoy tan común en nuestra dieta diaria.

martes, 4 de marzo de 2014

La higiene personal

Durante la semana nos lavaban la cara, las manos y las rodillas con una esponja jabonosa o en el lavabo. El lavabo era un mueble de 4 patas, como una mesita, en el que había en la parte superior una palangana con desagüe que se tapaba para llenarla de agua, y se destapaba para vaciarla. El agua caía en un cubo que se ponía debajo. A cada lado tenía dos brazos donde colgar las toallas y en frente un espejo basculante alrededor de un eje horizontal, para poderte ver, según tu estatura. Le faltaba el grifo, que como no había agua corriente se sustituía por un jarrón alto y estrecho en el que cabrían varios litros de agua.
En invierno, los domingos tocaba baño, y eso lo hacían en una cubeta de metal galvanizado, que llenaban a medias con agua calentada al fuego, metían al niño, y ¡a bañarse tocan! En Denia, en verano, el baño de los niños era al aire libre y se hacía con agua calentada al sol. Recuerdo que lo que peor llevaba del baño era la limpieza de las orejas; lo soportaba peor que el escozor que producía el agua jabonosa al entrar en los ojos.
Los mayores no sé cómo se lavaban el cuerpo, ellos me han contado que "por partes". En Alicante podían ir, si tenían dinero, a los balnearios que había en la playa, donde durante todo el año podías alquilar una habitación y darte un baño en una bañera con agua caliente, del mar, claro. Todo un lujo era eso de bañarse...

La fregaza

Para fregar los platos había dos lebrillos: uno con agua jabonosa y el otro con agua limpia. Se introducían los platos y los cubiertos en el agua jabonosa, se pasaban después por el agua limpia, y al final se dejaban escurrir y se secaban con un paño de algodón. Para quitar la suciedad se usaba un estropajo de esparto, como los que llevan ahora los escayolistas para fijar los paneles de escayola al techo, y lo que se pegaba a la sartén salía con tierra de la rambla, la terreta d'escurar. Los cubiertos eran de alpaca, por lo que si no los secabas bien, se manchaban de óxido, cardenillo, que nos decían que era un veneno como el de la manzana de Blanca Nieves, por lo que tenían que usar terreta para quitar esas manchas de humedad, e inmediatamente secarlos. Secar los cubiertos me tocaba a mí, al nene, y esa era mi contribución a las tareas de la casa; eso y quitar la mesa.
Y esto fue así hasta que un día aparecieron en Monóvar unas muchachas monísimas que iban por las casas repartiendo gratis un producto nuevo para fregar los platos, unas bolsitas de plástico, como pequeños rombos hinchados, de dos pulgadas de largo por una de ancho, llenas de un gel verde oscuro transparente, Mistol se llamaba, y así se inició una nueva era de fregar los platos. Fue el primer detergente introducido en las nuevas costumbres que iban a cambiar la vida de los españoles.

domingo, 2 de marzo de 2014

La ducha

Otro día, en Denia, donde pasábamos los veranos, mi padre y mi abuelito decidieron instalar una ducha. Al fondo del patio había un cuartito donde mi abuelito guardaba sus herramientas, y allí hizo un rincón para lo que iba a ser la ducha. Subieron al tejado una tinaja de la que salía la conducción que conectaba con la "alcachofa" que producía la lluvia placentera de la ducha. Instaló una escalera de peldaños de madera (un peu de gall), y todas las mañanas, mi padre o mi abuelo con cubos de agua sacados del pozo se subían a la escalera y llenaban la tinaja. La ducha era obligatoria para todos los miembros de la familia, y comenzaba a las cinco de la tarde. El sol había calentado el agua de la tinaja, y de la ducha salía un agua calentita, buenísima. 
Un día mi padre subió al tejado a llenar la tinaja y unas avispas le picaron el labio superior. Y se le hinchó, y la cara se le puso feísima, no parecía mi padre. Y el pobre no se podía poner amoníaco para mitigar el dolor, porque al estar tan cerca de la nariz no le dejaba respirar. Entonces valoré mucho más las duchas vespertinas y veraniegas, en casa de mis abuelitos de Denia.
Tuvieron que pasar siete u ocho años, ya con 13 años cumplidos, para que tomase una ducha en condiciones, cuando en mi pueblo instalaron agua corriente, y en las casas se generalizó el uso de los baños y las duchas.

Camino hacia el futuro

Un día mi abuelito, en Denia, trajo un inodoro tipo "Roca", y lo instaló en la letrina; al lado colocó un cubo lleno de agua del pozo, pues en la casa no había agua corriente. Aquello era un lujazo, solo los ricos y los marqueses disponían de una cosa así; y como puerta dejó una cortina para que, a pesar de todo,  el pequeño recinto que era el retrete estuviese ventilado, que además estaba en medio del patio trasero de la casa, separado de todo el edificio. Y yo, que con mis cinco años cumplidos, debía ser muy pudoroso, veía que esa cortina no me separaba del mundo exterior con seguridad, así es que pronto coloreé un papel, por una cara de verde y por la otra de rojo, para que a modo de semáforo, indicase claramente si dentro había alguien, o estaba libre. No creáis que había semáforos en las calles, yo me había inspirado en los semáforos de las vías del tren, que eran una de mis aficiones favoritas.