miércoles, 12 de marzo de 2014

Don Diego

El cura de mi pueblo se llamaba don Patrocinio y era el párroco y el arcipreste, que debían ser palabras que representarían alta jerarquía eclesial. Después estaba el vicario, que solía ser una especie de cura ayudante, interino, aprendiz, que solía cambiar con frecuencia, aunque sus poderes sacerdotales eran los mismos que los del párroco: decían misas, oficiaban entierros, celebraban bodas, rezaban novenas, triduos y rosarios, confesaban, asistían a los moribundos, bautizaban y administraban todos los sacramentos, excepto el de la confirmación, que era privilegio exclusivo del señor obispo, casi un papa. Todos iban vestidos permanentemente con sotanas negras.
Uno de los vicarios que llegó a Monóvar se llamaba don Diego. Era un hombre alto y muy grueso, y de mente un poco "aleatoria". Lo mismo adelantaba la hora de la misa cinco minutos sobre la hora prevista que se atrasaba diez minutos, siempre sin avisar. Lo mismo decía la misa en diez minutos que tardaba una hora. Pero lo que no fallaba nunca era que a la salida de la Iglesia convocaba a los niños y lanzaba al aire puñados de caramelos, que todos se afanaban  a recoger apresuradamente. A mí no me han gustado mucho los caramelos, y competir con los demás para coger alguno tampoco. Así es que me quedaba mirando, y cuando ya se habían acabado los caramelos, recibía una suave reprimenda de don Diego que me llenaba los bolsillos de más caramelos que a nadie.

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